9 de julio 🥀✝️ Santos Agustín Zhao Rong, Pedro Sans i Jordá, obispo y compañeros, mártires
(De la homilía de SS. Juan Pablo II en la misa de canonización de los 120 mártires chinos, en octubre del 2000):
«Conságralos en la verdad; tu palabra es la verdad». Esta invocación, que reproduce la voz de la oración sacerdotal de Cristo elevada al Padre en la Última Cena, parece subir de la muchedumbre de santos y bienaventurados que el Espíritu Santo suscita en su Iglesia a lo largo de los siglos. Dos mil años después del comienzo de la obra de la redención, hacemos nuestra esa invocación, con los ojos fijos en el ejemplo de santidad de Agustín Zhao Rong y sus ciento diecinueve compañeros mártires en China. Dios Padre los consagró en su amor, escuchando la oración de su Hijo que le adquirió un pueblo santo al extender sus brazos en la cruz para destruir la muerte y manifestar la resurrección.
La Iglesia da gracias al Señor porque la bendice y derrama en ella la luz con el resplandor de la santidad de estos hijos e hijas de China. La jovencita Ana Wang, de catorce años, resistió las amenazas del verdugo que la invitaba a apartarse de la fe de Cristo, diciendo mientras se preparaba con ánimo sereno a ser decapitada: «La puerta de los cielos ha sido abierta a todos», y con susurros invocó tres veces a Jesús; Xi Guizi, un joven de dieciocho años, dijo impávido a quienes le acababan de cortar el brazo derecho y se esforzaban por arrancarle la piel cuando todavía estaba vivo: «Cada trozo de mi carne, cada gota de mi sangre traerá a vuestra memoria que soy cristiano».
Con la misma fortaleza y alegría, otros ochenta y cinco chinos dieron testimonio, hombres y mujeres de toda edad y condición, sacerdotes, religiosas y laicos que, con la entrega de la vida, confirmaron su indefectible fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Esto sucedió en diversas épocas y tiempos difíciles y angustiosos de la historia de la Iglesia en China.
En esta multitud de mártires resplandecen también treinta y tres misioneros y misioneras que, dejando su patria, intentaron insertarse en las costumbres y mentalidad chinas, adoptando con gran amor las particularidades de aquellas tierras, seducidos por el deseo de anunciar a Cristo y de servir a ese pueblo. Sus sepulcros todavía se conservan allí para mostrar que pertenecen a aquella patria a la que, a pesar de la flaqueza humana, amaron con sincero corazón, consagrando a ella todas sus energías. «A nadie hemos perjudicado sino que hemos servido a muchos», dijo el obispo Francisco Fogolla al gobernador que se disponía a matarlo con su propia espada.
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