Página católica

sábado, 4 de diciembre de 2021

San Juan Damasceno (o de Damasco), monje y Doctor de la Iglesia

(icono ortodoxo griego de San Juan Damasceno con un himno mariánico)

San Juan Damasceno (675-749), (Ἰωάννης ὁ Δαμασκηνός) o Chrysorrhoas (Χρυσορρόας), “bañado en oro” o “el altavoz de oro”, o en árabe como Yuḥannā Al Demashqi, es uno de los escritores cristianos más importantes de los primeros siglos, siendo bien conocido por sus trabajos en defensa del culto a los iconos y en la himnografía eclesiástica. En Oriente se le considera como el último Padre de la Iglesia.
San Juan nació en una familia aristocrática de Siria, pero no está claro si sus padres eran árabes o griegos. No se sabe si hablaba con fluidez los dos idiomas. Su abuelo, Mansour, era una persona importante en Damasco, siendo responsable de los impuestos de la región bajo el emperador Heraclio. También tuvo la difícil misión de negociar la capitulación de Damasco con los árabes el 4 de septiembre del 635. Hay diferentes posiciones de los contemporáneos sobre su actitud respecto a la conquista islámica. No es seguro que después de este momento, Mansour mantuviera su importante posición, siendo uno de los consejeros de los califas Muawyya y Abd-el Maliq. Su posición de asesoramiento en la corte árabe fue muy importante para la defensa de los cristianos en Siria. Esta posición fue heredada por Sergio (en árabe, Sarjun Ibn Mansur), el padre de San Juan e hijo de Mansour, como atestiguan las crónicas.
Después de una campaña en Sicilia, los árabes regresaron con algunas personas capturadas, entre las que también estaba un erudito llamado Cosme. Sergio lo redimió y lo convirtió en el maestro de su hijo, Juan. En los años siguientes, Juan destacaría en la música, la astronomía, la aritmética y la geometría, como también en la teología. Seguramente Cosme, en calidad de refugiado de Italia, trajo consigo también las tradiciones académicas de la cristiandad occidental, con las que San Juan es tan familiar, como puede verse en su obra dogmática "Exposición exacta de la fe ortodoxa". En esta ocasión Juan estudió junto con un hermano adoptivo, también llamado Cosme, quien más tarde se convirtió en obispo de Maiouma, una ciudad en Siria (743).
No está claro si San Juan heredó más tarde la posición de su padre. Las biografías dicen que lo hacía aunque posteriormente, con el califa Omar II (717-720) se inició una dura campaña contra los cristianos, por lo que Juan decidió renunciar a su cargo. En consecuencia vendió su fortuna, la dio a los pobres y se retiró a San Sabas (Mar Saba), un monasterio en el Valle del Jordán, no lejos de Jerusalén. El retiro de Juan a esta posición debería haber dejado algunas huellas en los documentos oficiales, lo cual no es el caso. Sólo se menciona que su padre Sergio dejó la administración en torno al año 706, cuando al-Walid I aumentó la islamización de la administración del califato, pero no se menciona a Juan en absoluto. Sus propios escritos nunca se refieren a ninguna experiencia en una corte islámica, por lo que es posible que Juan nunca tuviera esa posición.
Como monje de la Lavra de San Sabas, Juan se convirtió en poco tiempo en famoso, ordenándolo de sacerdote el patriarca Juan V de Jerusalén en el año 735, dándole la misión de predicar en la Iglesia de la Anástasis en la Ciudad Santa. Durante este tiempo el emperador bizantino León III inició una fuerte campaña en contra de la pública veneración de los iconos (726), que se conoce como el período iconoclasta. San Juan, lejos de la amenaza de los funcionarios bizantinos publicó manifiestos y libros contra el emperador y sus políticas. Los primeros trabajos sobre este tema son los "Tratados apologéticos contra los que denuncian a las Sagradas Imágenes", que le dieron una reputación especial entre los defensores de los iconos. Por primera vez, distingue entre "culto" (latreia), que es propio sólo de Dios, y "reverencia" o "veneración" (douleia), rendido a las cosas creadas, incluyendo los santos, los iconos y las sagradas reliquias.
Él atacó en esta obra al emperador, adoptando un estilo simplificado de escritura que permitía a la gente común seguir la controversia. Una leyenda dice que el emperador bizantino planeó una venganza, dando crédito a una carta falsa que "accidentalmente" estaba en las manos de los gobernantes islámicos. Esta indicaba que San Juan trabajaba junto con la resistencia, la planificación de una reconquista bizantina de Siria. Por este asunto San Juan habría sido sancionado cortándole la mano derecha. Según la leyenda, Juan le pidió a los gobernantes le dieran la mano cortada y milagrosamente, al segundo día, después de dirigir sus oraciones a la Madre de Dios, se presentó públicamente con la mano sana. Como agradecimiento especial, agregó una mano de plata (la tercera) a un icono de la Virgen en una iglesia; desde entonces este icono se llama Theotokos Trigheirousa (con tres manos). Esta leyenda piadosa puede ser interpretada como una razón por la que San Juan estaba tan dedicado al culto de los iconos.
Su posición en lo referente a la veneración de los iconos y de las reliquias sagradas fue criticada más tarde en el sínodo iconoclasta celebrado en Hiereia, cerca de Constantinopla (754), donde fue junto con Germanos Patriarca de Constantinopla y Jorge de Chipre anatematizados. El emperador iconoclasta Constantino V lo llamó Ioannis Mánzeros ("bastardo", en hebreo), un juego de palabras ya que el nombre de su abuelo era Mansur.
De todos modos el posterior Sínodo, celebrada en Nicea en el 787, también conocido como el séptimo concilio ecuménico, utilizó en gran medida su argumentación. El concilio rehabilitó a todos los luchadores por los iconos y, por supuesto entre ellos, a San Juan aumentando su popularidad y probablemente, su reconocimiento como santo de la Iglesia.
San Juan escribió muchas obras teológicas en las que defendió la ortodoxia contra la herejía iconoclasta y también contra algunas herejías anteriores como la monofisita, el nestorianismo, el jacobismo (existentes entre los sirios), el maniqueísmo e incluso contra el libro sagrado de los musulmanes. Sus obras son dogmáticas, polémicas, moral-ascéticas, exegéticas, oratorias y poéticas. Además de éstas, San Juan compuso muchos himnos teológicos, perfeccionando el "canon", que es una oda estructurada en 9 himnos, que aun hoy en día se utiliza en los servicios de la Iglesia Ortodoxa de Oriente. Entre los cánones excepcionales, hay que mencionar los de las Fiestas de Navidad, Epifanía, Pascua, Ascensión, Pentecostés, la Transfiguración y la Dormición de la Virgen (en la práctica, la fiesta más importante del calendario). Él es también el autor de los Octoechos (libro de la Iglesia de servicio de los ocho tonos) uno de los más importantes libros litúrgicos utilizado en el coro durante todos los servicios litúrgicos en las iglesias bizantinas.
En defensa del culto de los iconos escribió "Tres Tratados apologéticos contra los que niegan las Imágenes Sagradas". Otra obra importante es la dogmática "Fuente de Sabiduría", dividida en tres partes: 1. "Los capítulos filosóficos", que en su mayoría se ocupan de la lógica, 2. "Con respecto a la herejía" (que se refiere en sus últimos capítulos a la "herejía de los ismaelitas"), y 3. "Exposición exacta de la fe ortodoxa" o simplemente "El Libro dogmático" (más conocido en Occidente como "De fide Orthodoxa"), que es un breve resumen de los escritos dogmáticos de los Padres de la Iglesia. Este último fue la primera obra de la escolástica escrita en el cristianismo oriental y tuvo una importante influencia en posteriores trabajos escolásticos.
Es bien conocida la homilía de la Anunciación, pues llama a la Santísima Virgen como Madre de la virtud teologal de la esperanza (spes, en latín), la esperanza del desesperado, una fórmula tomada en la iglesia católica en la oración de María, Nuestra Señora del Sagrado Corazón, la esperanza del desesperado, pero a veces esta fórmula es atribuida a San Efrén, otro Padre de la Iglesia Siria. Otra obra, que tiene una paternidad polémica, es "La vida de los santos Barlaam y Josafat de la India", ya que puede ser una cristianización de la biografía de Buda.
Según la información de su biógrafo, Stephanos Taumaturgos ("The Healer"), San Juan falleció el 4 de diciembre de 749, siendo enterrado en el monasterio de San Sabas, cerca de la capilla de las reliquias del fundador de este antiguo convento. Su tumba y su celda se convirtieron en poco tiempo en lugares de peregrinación.
Algunos peregrinos como el monje ruso Daniel (1104-1006) y el bizantino Juan Focas (1185) escribieron sobre la tumba de San Juan en el monasterio de San Sabas. Las reliquias podrían haber sido trasladadas a Constantinopla durante el reinado del emperador Andrónico II Paleólogo (1282-1328). La ausencia de las reliquias del monasterio de San Sabas lo dice otro peregrino ruso, el archimandrita Agrephenij, que visitó, aproximadamente en 1360/1370, el monasterio e informa sólo sobre la celda de San Juan, sin decir nada acerca de sus reliquias. Un tercer peregrino ruso, Zosimas, diácono en el monasterio de la Santísima Troinsky Sergeyeva indica que en 1419/1421, existía una parte de las reliquias en el monasterio de la Santísima Virgen Keharitomeni. Algunas porciones de las reliquias de San Juan se encuentran hoy en el Monasterio de San Jorge Alamanos (cerca de la aldea Pendakomo, Chipre), en el monasterio de San Juan el Teólogo en Patmos (Grecia) y en la iglesia de San Jorge de los Griegos (Venecia).
San Juan de Damasco es especialmente venerado en la Iglesia de Oriente, veneración que es antiquísima, quizás inmediatamente después del séptimo concilio ecuménico en el año 787. Es venerado en el día de su muerte, el 4 de diciembre (o el 17 de diciembre según el calendario juliano). El Papa León XIII, declaró a San Juan Damasceno “doctor de la Iglesia” en el año 1890 e insertó su nombre en el Calendario General Romano, el día 27 de marzo. Esta fecha fue movida en el 1969 al día de la muerte del santo, por lo que ahora se celebra el mismo día, tanto en Oriente como en Occidente.

San Francisco Javier, misionero jesuita

(óleo de Bartolomé Esteban Murillo - 1670)
Francisco de Jasso y Azpilicueta nació en el Castillo de Javier, en Navarra, el día 7 de abril del año 1506 y era el sexto hijo de Juan de Jasso y María de Azpilicueta. Su padre realizaba sus actividades políticas en Pamplona y diplomáticas en Castilla y Francia.
Ante una gran imagen de Cristo existente en la capilla del Castillo, desde niño, Javier acostumbró a rezar así como a cantar diariamente la Salve ante una imagen de Nuestra Señora de Javier, cosas que le inculcó su madre ya que su padre casi siempre estaba ausente. Su hermana Magdalena marchó al convento de las clarisas de Gandia.
En el año 1516, teniendo el niño diez años de edad, Navarra se sublevó contra Castilla por lo que los hermanos Miguel y Juan tuvieron que marchar a la guerra apoyando a los reyes navarros. Como vencieron los castellanos, el cardenal Cisneros ordenó derribar todos los castillos navarros, incluido el de Javier, usurpándoles además todas sus tierras Su padre murió cuando Javier tenía nueve años de edad.
El había estudiado gramática y latín con el capellán del Castillo, aunque después siguió sus estudios en Sangüesa y Pamplona. Era un joven jovial, alegre y afable que tenía ganas de ir a estudiar a la universidad y por eso, con diecinueve años, atraviesa los Pirineos y marcha a la Universidad de la Sorbona, en París. En la capital francesa vivió en el colegio de Santa Bárbara. Allí, se levantaba a las cuatro de la mañana y la primera clase la tenían a las cinco, sentados en el suelo y bajo la luz de un candil. Posteriormente, misa y desayuno y de ocho a diez de la mañana, la clase principal y una hora de ejercicios físicos. Comían a las once disfrutando posteriormente de un breve recreo y de tres a cinco de la tarde, vuelta a clases. Cena a las seis de la tarde y a las nueve de la noche, silencio y a dormir. Era un horario espartano.
Como los martes y jueves les daban como una especie de vacaciones, se dedicaba a hacer deportes. Se escapaba de noche buscando aventuras, aunque de mayor confesó que nunca había pecado. Compartía habitación con San Pedro Fabro, que le aconsejó y llevó por el buen camino y en París conoció a San Ignacio de Loyola, que siempre iba montado en un borrico, cargado de libros y que cojeaba un poco. Ignacio ya había escrito en Manresa el libro de los ejercicios espirituales y vivía en un hospital, de limosnas. Posteriormente entró en la universidad para estudiar filosofía y se alojó en la habitación de Javier y de Fabro (tres santos juntos).
Javier, en principio rechazó a Ignacio porque había combatido contra sus hermanos, pero como estos no le enviaban dinero a Javier, Ignacio compartía con él sus limosnas. De esa manera, se atrajo a Javier.
Javier obtuvo una cátedra e Ignacio se dedicó a buscarle muchos y buenos alumnos, pensando: “Si gano a Javier, gano a medio mundo para Cristo” Acostumbraba a decir: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? Y Javier le escuchaba con disgusto aunque le preguntó: ¿Qué hago? “Haz los ejercicios espirituales”, fue la respuesta de Ignacio. Durante cuarenta días, Javier los hizo bajo la dirección de Ignacio y se convirtió. En París estuvo once años.
El 11 de agosto de 1534, Ignacio, Javier, Laínez, Salmerón, Bobadilla, Simón Rodríguez y Pedro Fabro, fueron a la capilla de Montmatre. Allí, Pedro Fabro celebró la Santa Misa y todos al unísono hicieron votos de castidad, pobreza e ir a Tierra Santa. Había nacido la Compañía de Jesús.
Deciden ir a Italia y primero paran en Venecia en el año 1537. Vestían sotana, llevaban un rosario al cuello y un morral con el breviario y la Biblia. Servían a los enfermos en un hospital llegando él a decir:”hacíamos las camas, barríamos los suelos, fregábamos los utensilios, atendíamos día y noche a los enfermos y enterrábamos a los muertos”.
Ese mismo año, Ignacio los envíó a Roma con la intención de recibir la bendición del Papa y marchar luego a Tierra Santa. Pasaron por Ancona donde tuvieron que empeñar el breviario para poder comer, visitaron el Santuario de Loreto y vieron al papa Paulo III. El papa les propuso una disputa teológica y quedó entusiasmado con ellos, les dio sesenta ducados para el viaje a Tierra Santa, les concedió ser ordenados sacerdotes y así, con treinta y un años de edad recibió el Sacramento del Orden en Venecia el día 24 de junio de 1537. Se cuenta de él que estando celebrando Misa un día en Bologna, entró en éxtasis, por lo que el monaguillo tuvo que tirarle de la sotana.
Entre los años 1538 a 1540 estuvo de nuevo en Roma acompañando a Ignacio. Allí, el embajador de Portugal Don Pedro Mascareñas les pidió en nombre del rey Juan III de Portugal que enviasen a seis misioneros a la India. Ignacio envió a Javier y a Simón Rodríguez, los cuales pidieron su bendición al Papa y se marcharon con el embajador hacia Lisboa. Allí llegaron agotados invitándoles el rey a palacio, pero ellos decidieron marchar a un hospital y comer de limosnas; predicaban, confesaban y así hasta el día 7 de abril del año 1541, en el que se embarcó y zarpó hacia la India acompañado de Mansillas y Camerino.
Marcharon bordeando el continente africano y como se corrompió el agua que llevaban en el barco, enfermó la tripulación y ellos se dedicaron a atender a los enfermos y a confesar a los moribundos. Estuvieron parados cuarenta días en el golfo de Guinea a causa de una calma chicha, declarándose la peste en el barco y aunque se contagió, siguió cuidando a los enfermos. Cuando volvió a soplar el viento, rodearon el cabo de Buena Esperanza y desembarcaron en Mozambique, donde se curó y se embarcó de nuevo llegando a Melinde y a la Isla Socotora. Allí se dedicó a predicar pues los sacerdotes que estaban eran analfabetos, a bautizar y llegó incluso a querer quedarse allí, en África, pero volvió a embarcar y marchar hacia la India, llegando a Goa (gobernada por los portugueses) la noche del 6 de mayo del año 1542. El dice: “Era de noche cuando la nave enfiló la bahía de Goa”. El viaje había durado trece meses.
Goa era como Babilonia, un mundo pagano y sensual donde los portugueses estaban amancebados con las nativas. Visitó al obispo de Goa, Don Juan de Alburquerque y le mostró las Bulas del Papa que le nombraba su Delegado. Con humildad, se sometió al obispo y se hicieron amigos. Allí, atendía a los leprosos, dormía en el hospital, visitaba diariamente la cárcel y catequizaba en todo momento. Cinco meses estuvo en Goa y lo cambió: abrió escuelas, se instauró la práctica de los sacramentos y fue rector del seminario para el clero indígena.
Finalmente, partió de Goa camino del Japón; pasó por Cochin, llegó a Tuticorin y estuvo en la Pesquería evangelizando en zonas pantanosas, curando enfermos, evangelizando a los pescadores de perlas, atrayéndose a los niños a los que bautizaba, se ganó a los gurús y a los bramanes, atendía especialmente a los parias (como después hiciera la Madre Teresa) e hizo numerosos milagros contrastados. Un ejemplo: En Mután murió un niño y lo llevaban a enterrar acompañándolo su madre llorando. Ordenó parar el cortejo y le dijo al niño que se levantase. El niño resucitó y se lo entregó a su madre. Otro ejemplo: Ordenó abrir la sepultura de un muerto y este salió vivo del sepulcro.
Estuvo en Ceilán, en Santo Tomé y en Malaca. Se cuenta una anécdota, al menos curiosa. Navegando de un sitio a otro, se levantó una tormenta y él echó al mar un crucifijo atado con una cuerda. La cuerda se rompió, el crucifijo desapareció y el mar se calmó. Cuando llegaron a la orilla un enorme cangrejo le traía el crucifijo.
Vuelve a Goa en 1548 y de nuevo se pone en marcha hacia Japón. Navegaba en un barco muy pequeño. Se levanta una gran tempestad por lo que tienen que dirigirse a un puerto de China. Desde otro barco les avisan de que aquello estaba lleno de piratas, vuelven atrás y un fuerte viento los lleva al Japón. “Ni el demonio ni sus ministros pudieron impedir nuestra venida”.
Todos sabemos que Japón es un archipiélago volcánico y que sus principales religiones son y eran el shintoismo y el budismo. El 15 de agosto de 1549 llegó a Kangoshima, en la isla de Kyusin y se hospedó en casa de Pablo de Santa Fe; se dedicó a predicar y se corrió la voz de que había llegado un bonzo extranjero. Marchó a Yamaguchi, de allí a Meaco, en Kyoto y de nuevo vuelve a Yamaguchi, siempre predicando, dando clases y enseñando a leer y escribir, curando enfermos y asentando a las comunidades cristianas.
En Yamaguchi lo recibió el rey local (el mandamás) y le regaló un clavicordio, un reloj, un arcabuz, dos pares de gafas, jarros de cristal y finas telas; el lo rechazó todo y solo pidió permiso para predicar. Dice:”mientras en la India pescaba almas con una red, en Japón las pesco con anzuelo”. Se convertían muy pocos y el vuelve a decir:”El japonés se convertirá si el misionero practica lo que predica”,
.
Decide marcharse de nuevo a la India (1551) para hacer nuevos proyectos. Llega a Sanchón y se embarca hacia Malaca y a finales de enero del 1552 llega a Goa, arregla unos asuntos y vuelve a Malaca. Llega nuevamente a Sanchón (1552) ¡ya estaba a diez kilómetros del continente chino!, cerca de Cantón. Construyó una casa de adobe y paja para predicar y decir misa, pero cogió una pulmonía y enfermó gravemente.
Antonio el chino, compañero suyo, escribe:”Se desmayó, le vinieron grandes delirios, rezaba a la Virgen y en cuanto ví esto me pareció que Nuestro Señor se lo quería llevar presto. Yo me preparé para velarle aquella noche del viernes al sábado. Y estando él con los ojos puestos en el crucifijo, al romper el alba, vile hacer un movimiento extraño y poniéndole una candela en la mano, estando yo solo con él, se durmió en el Señor”. Era el 3 de diciembre de 1552, en Sanchón (China) solo a diez kilómetros del continente. Tenía cuarenta y seis años de edad.
Los portugueses lo metieron en un ataúd con cal para que se pudriera y al pasar tres meses lo desenterraron: estaba fresco, como dormido. Lo metieron en otra caja y lo llevaron a Malaca y de allí a Goa y desde el año 1554 su cuerpo incorrupto, casi integro, está sepultado en la Iglesia del Bon Jesús.
Pero algunas reliquias se repartieron por todo el mundo. Un brazo incorrupto está en la Iglesia del Gesù en Roma (Italia) y reliquias menores las hay en el Castillo de Javier (Navarra), Isola della Scala, Verona (Italia), Macao, Jaro (Filipinas), Imola, Bologna (Italia) y otros lugares.
El Papa Pablo V lo beatificó el día 25 de octubre de 1619 y fue canonizado por el Papa Gregorio XV el día 12 de marzo de 1622 junto con San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Isidro Labrador y San Felipe Neri.
Benedicto XIV, en el año 1748 lo declaró patrono de Oriente, San Pío X, en el año 1904 lo nombró patrono de la Obra de la Propagación de la Fe y en 1927, el Papa Pío XI lo nombró patrono universal de las misiones.
Lo escrito por San Francisco de Javier se ciñe en la correspondencia que mantuvo con sus compañeros y responsables de evangelización, aunque también existen algunos pequeños escritos de catequesis, como “El pequeño catecismo”, “El gran catecismo” y “Las instrucciones para los catequistas de la Compañía de Jesús”.
Como apóstol de Las Indias lo han inmortalizado los más importantes pintores y escultores: Murillo, Goya, Luca Giordano, Rubens, etc.
San Francisco Javier perteneció al grupo fundador de la Compañía de Jesús, fue colaborador de San Ignacio de Loyola, ejemplo de absoluta entrega misionera, un modelo de sinceridad, decidido a predicar la fe de Cristo en Europa, África y Asia, constante en el trabajo, optimista, amable y cariñoso con los humildes pero enérgico con los engreídos, fidelísimo a su vocación, jovial, amable, humilde, tranquilo y piadoso, obediente a sus superiores, extremadamente pobre y tenía absoluta y plena confianza en Dios.

jueves, 30 de septiembre de 2021

 


CARTA APOSTÓLICA

SCRIPTURAE SACRAE AFFECTUS

DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
EN EL XVI CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN JERÓNIMO
 

Una estima por la Sagrada Escritura, un amor vivo y suave por la Palabra de Dios escrita es la herencia que san Jerónimo ha dejado a la Iglesia a través de su vida y sus obras. Las expresiones, tomadas de la memoria litúrgica del santo[1], nos ofrecen una clave de lectura indispensable para conocer, en el XVI centenario de su muerte, su admirable figura en la historia de la Iglesia y su gran amor por Cristo. Este amor se extiende, como un río en muchos cauces, a través de su obra de incansable estudioso, traductor, exegeta, profundo conocedor y apasionado divulgador de la Sagrada Escritura; fino intérprete de los textos bíblicos; ardiente y en ocasiones impetuoso defensor de la verdad cristiana; ascético y eremita intransigente, además de experto guía espiritual, en su generosidad y ternura. Hoy, mil seiscientos años después, su figura sigue siendo de gran actualidad para nosotros, cristianos del siglo XXI.

Introducción

El 30 de septiembre del año 420, Jerónimo concluía su vida terrena en Belén, en la comunidad que fundó junto a la gruta de la Natividad. De este modo se confiaba a ese Señor que siempre había buscado y conocido en la Escritura, el mismo que como Juez ya había encontrado en una visión, cuando padecía fiebre, quizá en la Cuaresma del año 375. En ese acontecimiento, que marcó un viraje decisivo en su vida, un momento de conversión y cambio de perspectiva, se sintió arrastrado a la presencia del Juez: «Interrogado acerca de mi condición, respondí que era cristiano. Pero el que estaba sentado me dijo: “Mientes; tú eres ciceroniano, tú no eres cristiano”»[2]. San Jerónimo, en efecto, había amado desde joven la belleza límpida de los textos clásicos latinos y, en comparación, los escritos de la Biblia le parecían, inicialmente, toscos e imprecisos, demasiado ásperos para su refinado gusto literario.

Ese episodio de su vida favoreció la decisión de consagrarse totalmente a Cristo y a su Palabra, dedicando su existencia a hacer que las palabras divinas, a través de su infatigable trabajo de traductor y comentarista, fueran cada vez más accesibles a los demás. Ese acontecimiento dio a su vida una orientación nueva y más decidida: convertirse en servidor de la Palabra de Dios, como enamorado de la “carne de la Escritura”. Así, en la búsqueda continua que caracterizó su vida, revalorizó sus estudios juveniles y la formación recibida en Roma, reordenando su saber en un servicio más maduro a Dios y a la comunidad eclesial.

Por eso, san Jerónimo entra con pleno derecho entre las grandes figuras de la Iglesia de la época antigua, en el periodo llamado el siglo de oro de la patrística, verdadero puente entre Oriente y Occidente: fue amigo de juventud de Rufino de Aquilea, visitó a Ambrosio y mantuvo una intensa correspondencia con Agustín. En Oriente conoció a Gregorio Nacianceno, Dídimo el Ciego, Epifanio de Salamina. La tradición iconográfica cristiana lo consagró representándolo, junto con Agustín, Ambrosio y Gregorio Magno, entre los cuatro grandes doctores de la Iglesia de Occidente.

Mis predecesores también quisieron recordar su figura en diversas circunstancias. Hace un siglo, con ocasión del decimoquinto centenario de su muerte, Benedicto XV le dedicó la Carta encíclica Spiritus Paraclitus (15 septiembre 1920), presentándolo al mundo como «doctor maximus explanandis Scripturis»[3]. En tiempos más recientes, Benedicto XVI expuso su personalidad y sus obras en dos catequesis sucesivas[4]. Ahora, en el decimosexto centenario de su muerte, también yo deseo recordar a san Jerónimo y volver a proponer la actualidad de su mensaje y de sus enseñanzas, a partir de su gran estima por las Escrituras.

En este sentido, puede conectarse perfectamente, como guía segura y testigo privilegiado, con la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos, dedicada a la Palabra de Dios[5], y con la Exhortación apostólica Verbum Domini (VD) de mi predecesor Benedicto XVI, publicada precisamente en la fiesta del santo, el 30 de septiembre de 2010[6].

De Roma a Belén

La vida y el itinerario personal de san Jerónimo se consumaron por las vías del imperio romano, entre Europa y Oriente. Nació alrededor del año 345 en Estridón, frontera entre Dalmacia y Panonia, en el territorio de la actual Croacia y Eslovenia, y recibió una sólida educación en una familia cristiana. Según el uso de la época, fue bautizado en edad adulta, en los años en que estudió retórica en Roma, entre el 358 y el 364. Precisamente en este periodo romano se convirtió en un lector insaciable de los clásicos latinos, que estudiaba bajo la guía de los maestros de retórica más ilustres de su tiempo.

Al finalizar los estudios emprendió un largo viaje a la Galia, que lo llevó a la ciudad imperial de Tréveris, hoy Alemania. Allí entró en contacto, por primera vez, con la experiencia monástica oriental difundida por san Atanasio. De este modo maduró un deseo profundo que lo acompañó a Aquilea donde inició con algunos de sus amigos «un coro de bienaventurados»[7], un periodo de vida en común.

Hacia el año 374, pasando por Antioquía, decidió retirarse al desierto de Calcis, para realizar, de forma cada vez más radical, una vida ascética, en la que estaba reservado un amplio espacio al estudio de las lenguas bíblicas, primero del griego y después del hebreo. Se confió a un hermano judío, convertido al cristianismo, que lo introdujo en el conocimiento de la nueva lengua hebrea y de los sonidos, que definió «palabras fricativas y aspiradas»[8]

Jerónimo eligió y vivió el desierto, con la consiguiente vida eremítica, en su significado más profundo: como lugar de las elecciones existenciales fundamentales, de intimidad y encuentro con Dios, donde a través de la contemplación, las pruebas interiores y el combate espiritual llegó al conocimiento de la fragilidad, con una mayor conciencia de los límites propios y ajenos, reconociendo la importancia de las lágrimas[9]. Así, en el desierto, experimentó concretamente la presencia de Dios, la necesaria relación del ser humano con Él, su consolación misericordiosa. A este respecto, me gusta recordar una anécdota, de tradición apócrifa. Jerónimo le dijo al Señor: “¿Qué quieres de mí?” Y Él le respondió: “Todavía no me has dado todo”. “Pero, Señor, yo te di esto, esto y esto…” —“Falta una cosa” —“¿Qué cosa?” —“Dame tus pecados, para que pueda tener la alegría de perdonarlos otra vez”[10].

Volvemos a encontrarlo en Antioquía, donde fue ordenado sacerdote por el obispo Paulino, después en Constantinopla, hacia el año 379, donde conoció a Gregorio Nacianceno y prosiguió sus estudios; se dedicó a traducir del griego al latín importantes obras (las homilías de Orígenes y la crónica de Eusebio), respiró el clima del Concilio celebrado en esa ciudad en el año 381. En esos años, su pasión y su generosidad se revelaron en el estudio. Una bendita inquietud lo guiaba y lo volvía incansable y apasionado en la búsqueda: «Cuántas veces me desanimé, cuántas desistí para empezar de nuevo en mi empeño de aprender», conducido por la “amarga semilla” de semejantes estudios para poder recoger “dulces frutos”[11].

En el año 382 Jerónimo volvió a Roma y se puso a disposición del papa Dámaso quien, valorando sus grandes cualidades, lo nombró su estrecho colaborador. Aquí Jerónimo se dedicó a una actividad incesante, sin olvidar la dimensión espiritual. En el Aventino, gracias al apoyo de mujeres aristocráticas romanas, deseosas de elecciones evangélicas radicales, como Marcela, Paula y su hija Eustoquio, creó un cenáculo fundado en la lectura y el estudio riguroso de la Escritura. Jerónimo fue exegeta, docente, guía espiritual. En ese tiempo comenzó una revisión de las anteriores traducciones latinas de los Evangelios, y quizá también de otras partes del Nuevo Testamento; continuó su trabajo como traductor de homilías y comentarios escriturísticos de Orígenes, desplegó una intensa actividad epistolar, se confrontó públicamente con autores heréticos, a veces con excesos e intransigencias, pero siempre movido sinceramente por el deseo de defender la verdadera fe y el depósito de las Escrituras.

Este periodo intenso y prolífico se interrumpió con la muerte del papa Dámaso. Se vio obligado a dejar Roma y, seguido por algunos amigos y mujeres deseosas de continuar la experiencia espiritual y el estudio bíblico que habían comenzado, partió hacia Egipto —donde conoció al gran teólogo Dídimo el Ciego— y Palestina, para establecerse definitivamente en Belén en el año 386. Retomó sus estudios filológicos, arraigados en los lugares físicos que habían sido escenario de esas narraciones.

La importancia que daba a los lugares santos se evidencia no sólo por la elección de vivir en Palestina, desde el año 386 hasta su muerte, sino también por el servicio a las peregrinaciones. Precisamente en Belén, lugar privilegiado para él, cerca de la gruta de la Natividad fundó dos monasterios “gemelos”, masculino y femenino, con albergues para acoger a los peregrinos venidos ad loca sancta, manifestando así su generosidad para alojar a cuantos llegaban a aquella tierra para ver y tocar los lugares de la historia de la salvación, uniendo de este modo la búsqueda cultural a la espiritual[12].

Poniéndose a la escucha, Jerónimo se encontró a sí mismo en la Sagrada Escritura, como también el rostro de Dios y de los hermanos, y afinó su predilección por la vida comunitaria. De ahí su deseo de vivir con los amigos, como en los tiempos de Aquilea, y de fundar comunidades monásticas, persiguiendo el ideal cenobítico de vida religiosa que ve al monasterio como “lugar de entrenamiento” donde formar personas «que se hayan hecho los más insignificantes de todos para merecer ser los primeros», felices en la pobreza y capaces de enseñar con el propio estilo de vida. De hecho, consideraba formativo vivir «bajo la disciplina de un solo padre y en compañía de muchos hermanos» para aprender la humildad, la paciencia, el silencio y la mansedumbre, consciente de que «a la verdad no le gustan los rincones ni le hacen falta los chismosos»[13]. Además, confiesa que comenzó a «sentir […] nostalgia de las celdas del monasterio y a echar de menos la similitud de aquellas hormigas con los monjes, entre los cuales se trabaja en común y, aunque nada sea propiedad de cada cual, todos lo tienen todo»[14].

Jerónimo no encontró en el estudio un deleite efímero centrado en sí mismo, sino un ejercicio de vida espiritual, un medio para llegar a Dios y, de este modo, su formación clásica se reordenó también en un servicio más maduro a la comunidad eclesial. Pensemos en la ayuda que dio al papa Dámaso, en la enseñanza que dedicó a las mujeres, especialmente para el hebreo, desde el primer cenáculo en el Aventino, hasta hacer entrar a Paula y Eustoquio en «las discrepancias de los traductores»[15] y, algo inaudito para ese tiempo, permitirles que pudieran leer y cantar los Salmos en la lengua original[16]

Una cultura, la suya, puesta al servicio y confirmada como necesaria para todo evangelizador. Así le recordaba al amigo Nepociano: «La palabra del presbítero está inspirada por la lectura de las Escrituras. No te quiero ni declamador, ni deslenguado, ni charlatán, sino conocedor del misterio e instruido en los designios de tu Dios. Hablar con engolamiento o precipitadamente para suscitar admiración ante el vulgo ignorante es propio de hombres incultos. El hombre de frente altanera se lanza con frecuencia a interpretar lo que ignora, y si logra convencer a los demás, se arroga para sí mismo el saber»[17].

Hasta su muerte en el año 420, Jerónimo transcurrió en Belén el periodo más fecundo e intenso de su vida, completamente dedicado al estudio de la Escritura, comprometido en la monumental obra de traducción de todo el Antiguo Testamento a partir del original hebreo. Al mismo tiempo, comentaba los libros proféticos, los salmos, las obras paulinas, escribía subsidios para el estudio de la Biblia. El trabajo valioso que se encuentra en sus obras es fruto del diálogo y la colaboración, desde la copia y el análisis de los manuscritos hasta su reflexión y discusión: Para estudiar «los libros divinos yo nunca he confiado en mis propias fuerzas ni he tenido como maestra mi propia opinión, sino que he solido preguntar incluso sobre aquellas cosas que yo creía saber, ¡cuánto más sobre aquellas de las que yo estaba dudoso!»[18]. Por eso, consciente de sus propios límites, pedía auxilio continuamente en la oración de intercesión, para que la traducción de los textos sagrados estuviera hecha «con el mismo espíritu con que fueron escritos los libros»[19], sin olvidar traducir también otras obras de autores como Orígenes, indispensables para el trabajo exegético, para «procurar materiales a quienes quieran adelantar en el conocimiento de las cosas»[20].

El estudio de Jerónimo se reveló como un esfuerzo realizado en la comunidad y al servicio de la comunidad, modelo de sinodalidad también para nosotros, para nuestro tiempo y para las diversas instituciones culturales de la Iglesia, con vistas a que sean siempre «lugar donde el saber se vuelve servicio, porque sin el saber nacido de la colaboración y que se traduce en la cooperación no hay desarrollo humano genuino e integral»[21]. El fundamento de esa comunión es la Escritura, que no podemos leer por nuestra cuenta: «La Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente, con el “nosotros”, en el núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos»[22]

La vigorosa experiencia de vida de Jerónimo, alimentada por la Palabra de Dios, hizo que se convirtiera en guía espiritual, a través de una intensa correspondencia epistolar. Se hizo compañero de viaje, convencido de que «ningún arte se aprende sin maestro», como escribe a Rústico: «Todo lo que pretendo insinuarte, tomándote de la mano, todo lo que pretendo inculcarte, como el experto marino que ha pasado por muchos naufragios lo haría con un remero bisoño»[23]. Desde aquel rincón tranquilo del mundo acompañaba a la humanidad en una época de grandes cambios, marcada por acontecimientos como el saqueo de Roma del año 410, que lo afectó profundamente.

Confiaba en sus cartas las polémicas doctrinales, siempre en defensa de la recta fe, revelándose como hombre de relaciones vividas con fuerza y con dulzura, involucrado totalmente, sin formas edulcoradas, experimentando que «el amor no tiene precio»[24]. Así vivía sus afectos, con ímpetu y sinceridad. Esta implicación en las situaciones en las que vivía y actuaba se constata también con el hecho de que ofrecía su trabajo de traducción y crítica como munus amicitiae. Era un don ante todo para los amigos, a quienes destinaba y dedicaba sus obras, y a quienes les pedía que las leyeran con ojos amigables más que críticos, y luego para los lectores, sus contemporáneos y los de todos los tiempos[25].

Dedicó los últimos años de su vida a la lectura orante personal y comunitaria de la Escritura, a la contemplación, al servicio a los hermanos a través de sus obras. Todo esto en Belén, junto a la gruta donde la Virgen dio a luz al Verbo, consciente de que es «dichoso aquel que porta en su pecho la cruz, la resurrección y el lugar del nacimiento de Cristo y el de la ascensión. Dichoso aquel que tiene a Belén en su corazón, y en cuyo corazón Cristo nace a diario»[26].

La clave sapiencial de su retrato

Para una plena comprensión de la personalidad de san Jerónimo es necesario conjugar dos dimensiones características de su existencia como creyente. Por un lado, su absoluta y rigurosa consagración a Dios, con la renuncia a cualquier satisfacción humana, por amor a Cristo crucificado (cf. 1 Co 2,2; Flp 3,8.10); por otro lado, el esfuerzo de estudio asiduo, dirigido exclusivamente a una comprensión del misterio del Señor cada vez más profunda. Es precisamente este doble testimonio ofrecido de modo admirable por san Jerónimo, el que se propone como modelo, sobre todo, para los monjes, quienes viven de ascesis y oración, con vistas a que se dediquen al trabajo asiduo de la investigación y del pensamiento; después, para los estudiosos, que deben recordar que el saber sólo es válido religiosamente si está fundado en el amor exclusivo a Dios, y expoliado de toda ambición humana y aspiración mundana.

Tales dimensiones fueron incorporadas en el campo de la historia del arte, donde la presencia de san Jerónimo es frecuente: grandes maestros de la pintura occidental nos han dejado sus representaciones. Podríamos organizar las diversas tipologías iconográficas en dos líneas distintas. Una lo define sobre todo como monje y penitente, con un cuerpo marcado por el ayuno, retirado en zonas desérticas, de rodillas o postrado en tierra, en muchos casos apretando una piedra en la mano derecha para golpearse el pecho, y con los ojos vueltos al Crucificado. En esta línea se sitúa la conmovedora obra maestra de Leonardo da Vinci conservada en la Pinacoteca Vaticana. Otro modo de representar a Jerónimo es el que lo muestra vestido como un estudioso, sentado en su escritorio, dedicado a la traducción y al comentario de la Sagrada Escritura, rodeado de libros y pergaminos, consagrado a la misión de defender la fe a través del pensamiento y la escritura. Albrecht Dürer, por citar otro ejemplo ilustre, lo representó más de una vez en esta actitud.

Los dos aspectos evocados anteriormente se encuentran unidos en el lienzo de Caravaggio, en la Galería Borghese de Roma. En una única escena se representa al anciano asceta, vestido ligeramente con un manto rojo, que tiene un cráneo sobre la mesa, símbolo de la vanidad de las realidades terrenas; pero al mismo tiempo también se manifiesta con vehemencia su cualidad de estudioso, que tiene los ojos fijos en el libro, mientras su mano mete la pluma en el tintero, como acto que caracteriza al escritor.

De manera análoga —que llamaría sapiencial— debemos comprender el doble perfil del itinerario biográfico de Jerónimo. Cuando, como un verdadero «León de Belén», exageraba en los tonos, lo hacía por la búsqueda de una verdad que estaba dispuesto a servir incondicionalmente. Y como él mismo explica en el primero de sus escritos, Vida de san Pablo, ermitaño de Tebas, los leones son capaces de «desaforados rugidos», pero también de lágrimas[27]. Por este motivo, las dos fisonomías contrapuestas que aparecen en su figura son, en realidad, elementos con los que el Espíritu Santo le permitió madurar su unidad interior.

Amor por la Sagrada Escritura

El rasgo peculiar de la figura espiritual de san Jerónimo sigue siendo, sin duda, su amor apasionado por la Palabra de Dios, transmitida a la Iglesia en la Sagrada Escritura. Si todos los Doctores de la Iglesia —y en particular los de la época cristiana primitiva— obtuvieron explícitamente de la Biblia el contenido de sus enseñanzas, Jerónimo lo hizo de una manera más sistemática y en algunos aspectos única.

En los últimos tiempos los exegetas han descubierto el genio narrativo y poético de la Biblia, exaltado precisamente por su calidad expresiva. Jerónimo, en cambio, lo que enfatizaba de las Escrituras era más bien el carácter humilde con el que Dios se reveló, expresándose en la naturaleza áspera y casi primitiva de la lengua hebrea, comparada con el refinamiento del latín ciceroniano. Por tanto, no se dedicaba a la Sagrada Escritura por un gusto estético, sino —como es bien conocido— sólo porque lo llevaba a conocer a Cristo, porque ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo[28].

Jerónimo nos enseña que no sólo se deben estudiar los Evangelios, y que no es solamente la tradición apostólica, presente en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas, la que hay que comentar, sino que todo el Antiguo Testamento es indispensable para penetrar en la verdad y la riqueza de Cristo[29]. Las mismas páginas del Evangelio lo atestiguan: nos hablan de Jesús como Maestro que, para explicar su misterio, recurre a Moisés, a los profetas y a los Salmos (cf. Lc4,16-21; 24,27.44-47). Incluso la predicación de Pedro y Pablo, en los Hechos, se fundamenta emblemáticamente en las antiguas Escrituras; sin ellas, no puede entenderse plenamente la figura del Hijo de Dios, el Mesías Salvador. El Antiguo Testamento no debe considerarse como un vasto repertorio de citas que demuestran el cumplimiento de las profecías en la persona de Jesús de Nazaret. En cambio, más radicalmente, sólo a la luz de las “figuras” veterotestamentarias es posible comprender plenamente el significado del acontecimiento de Cristo, cumplido en su muerte y resurrección. De ahí la necesidad de redescubrir, en la práctica catequética y en la predicación, así como en las discusiones teológicas, el aporte indispensable del Antiguo Testamento, que debe ser leído y asimilado como alimento precioso (cf. Ez 3,1-11; Ap 10,8-11)[30].

La dedicación total de Jerónimo a las Escrituras se manifestó en una forma de expresión apasionada, semejante a la de los antiguos profetas. De ellos sacaba nuestro Doctor su fuego interior, que se convertía en palabra impetuosa y explosiva (cf. Jr 5,14; 20,9; 23,29; Ml 3,2; Si 48,1; Mt 3,11; Lc 12,49), necesaria para expresar el celo ardiente del servidor de la causa de Dios. Siguiendo los pasos de Elías, Juan el Bautista e incluso el apóstol Pablo, el desdén ante la mentira, la hipocresía y las falsas doctrinas enciende el discurso de Jerónimo haciéndolo provocativo y aparentemente duro. La dimensión polémica de sus escritos se comprende mejor si se lee como una especie de calco y actualización de la tradición profética más auténtica. Jerónimo, por tanto, es un modelo de testimonio inflexible de la verdad, que asume la severidad del reproche para inducir a la conversión. En la intensidad de las locuciones e imágenes se manifiesta la valentía del siervo que no quiere agradar a los hombres sino sólo a su Señor (Ga 1,10), por quien ha consumido toda la energía espiritual.

El estudio de la Sagrada Escritura

El amor apasionado de san Jerónimo por las divinas Escrituras está impregnado de obediencia. En primer lugar respecto a Dios, que se ha comunicado con palabras que exigen una escucha reverente[31]y, en consecuencia, también la obediencia a quienes en la Iglesia representan la tradición interpretativa viva del mensaje revelado. Sin embargo, la «obediencia de la fe» (Rm 1,5; 16,26) no es una mera recepción pasiva de lo que es conocido; al contrario, requiere el compromiso activo de la investigación personal. Podemos considerar a san Jerónimo como un “servidor” de la Palabra, fiel y trabajador, completamente consagrado a favorecer en sus hermanos de fe una comprensión más adecuada del «depósito» sagrado que les ha sido confiado (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,14). Si no se entiende lo escrito por los autores inspirados, la misma Palabra de Dios carece de eficacia (cf. Mt 13,19) y el amor a Dios no puede surgir.

Ahora bien, las páginas bíblicas no siempre son accesibles de inmediato. Como se dice en Isaías (29,11), incluso para aquellos que saben “leer” —es decir, que han tenido una formación intelectual suficiente— el libro sagrado aparece “sellado”, cerrado herméticamente a la interpretación. Por tanto, es necesario que intervenga un testigo competente para proporcionar la llave liberadora, la de Cristo Señor, único capaz de desatar los sellos y abrir el libro (cf. Ap 5,1-10), para revelar la prodigiosa efusión de la gracia (cf. Lc 4,17-21). Muchos entonces, incluso entre los cristianos practicantes, declaran abiertamente que no saben leer (cf. Is 29,12), no por analfabetismo, sino porque no están preparados para el lenguaje bíblico, sus modos expresivos y las tradiciones culturales antiguas, por lo que el texto bíblico resulta indescifrable, como si estuviera escrito en un alfabeto desconocido y en una lengua poco comprensible.

Se vuelve necesario, por tanto, la mediación del intérprete, ejerciendo su función “diaconal”, al ponerse al servicio de quienes no pueden comprender el sentido de lo escrito proféticamente. La imagen que se puede evocar, a este respecto, es la del diácono Felipe, impulsado por el Señor para ir en ayuda del eunuco que está leyendo un pasaje de Isaías en su carroza (53,7-8), pero sin poder comprender su significado: «¿Crees entender lo que estás leyendo?», pregunta Felipe; y el eunuco responde: «¿Cómo voy a entender si nadie me lo explica?» (Hch 8,30-31)[32].

Jerónimo es nuestro guía sea porque, como lo hizo Felipe (cf. Hch8,35), lleva a quien lee al misterio de Jesús, sea también porque asume responsable y sistemáticamente las mediaciones exegéticas y culturales necesarias para una lectura correcta y fecunda de la Sagrada Escritura[33]. La competencia en las lenguas en las que se transmitió la Palabra de Dios, el cuidadoso análisis y evaluación de los manuscritos, la investigación arqueológica precisa, además del conocimiento de la historia de la interpretación, en definitiva, todos los recursos metodológicos que estaban disponibles en su época histórica los supo utilizar armónica y sabiamente, para orientar hacia una comprensión correcta de la Escritura inspirada.

Una dimensión tan ejemplar de la actividad de san Jerónimo es muy importante incluso en la Iglesia de hoy. Como nos enseña la Dei Verbum, si la Biblia es «como el alma de la sagrada teología»[34] y la columna vertebral espiritual de la práctica religiosa cristiana[35], es indispensable que el acto interpretativo de la misma esté sostenido por competencias específicas.

A este propósito sirven ciertamente los centros especializados para la investigación bíblica —como el Pontificio Instituto Bíblico en Roma y L’École Biblique y el Studium Biblicum Franciscanum en Jerusalén— y patrística —como el Augustinianum en Roma—, pero también las Facultades de Teología deben esforzarse para que la enseñanza de la Sagrada Escritura esté programada de tal manera que se asegure a los estudiantes una capacidad interpretativa competente, tanto en la exégesis de los textos como en la síntesis de la teología bíblica. La riqueza de las Escrituras es desafortunadamente ignorada o minimizada por muchos, porque no se les han proporcionado las bases esenciales del conocimiento. Por tanto, junto a un incremento de los estudios eclesiásticos dirigidos a sacerdotes y catequistas, que valoricen de manera más adecuada la competencia en la Sagrada Escritura, se debe promover una formación extendida a todos los cristianos, para que cada uno sea capaz de abrir el libro sagrado y extraer los frutos inestimables de sabiduría, esperanza y vida[36].

Aquí quisiera recordar lo que expresó mi predecesor en la Exhortación apostólica Verbum Domini: «La sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. […] Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san Jerónimo: “Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: ‛Quien no come mi carne y bebe mi sangre’ (Jn 6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios”»[37].

Lamentablemente, en muchas familias cristianas nadie se siente capaz —como en cambio está prescrito en la Torá (cf. Dt 6,6)— de dar a conocer a sus hijos la Palabra del Señor, con toda su belleza, con toda su fuerza espiritual. Por eso quise establecer el Domingo de la Palabra de Dios[38], animando a la lectura orante de la Biblia y a la familiaridad con la Palabra de Dios[39]. Todas las demás manifestaciones de la religiosidad se enriquecerán así de sentido, estarán orientadas por una jerarquía de valores y se dirigirán a lo que constituye la cumbre de la fe: la adhesión plena al misterio de Cristo.

La Vulgata

El “fruto más dulce de la ardua siembra”[40] del estudio del griego y el hebreo, realizado por Jerónimo, es la traducción del Antiguo Testamento del hebreo original al latín. Hasta ese momento, los cristianos del imperio romano sólo podían leer la Biblia en griego en su totalidad. Mientras que los libros del Nuevo Testamento se habían escrito en griego, para los del Antiguo existía una traducción completa, la llamada Septuaginta (es decir, la versión de los Setenta) realizada por la comunidad judía de Alejandría alrededor del siglo II a.C. Para los lectores de lengua latina, sin embargo, no había una versión completa de la Biblia en su propio idioma, sino sólo algunas traducciones, parciales e incompletas, que procedían del griego. Jerónimo, y después de él sus seguidores, tuvieron el mérito de haber emprendido una revisión y una nueva traducción de toda la Escritura. Con el estímulo del papa Dámaso, Jerónimo comenzó en Roma la revisión de los Evangelios y los Salmos, y luego, en su retiro en Belén, empezó la traducción de todos los libros veterotestamentarios, directamente del hebreo; una obra que duró años.

Para completar este trabajo de traducción, Jerónimo hizo un buen uso de sus conocimientos de griego y hebreo, así como de su sólida formación latina, y utilizó las herramientas filológicas que tenía a su disposición, en particular las Hexaplas de Orígenes. El texto final combinó la continuidad en las fórmulas, ahora de uso común, con una mayor adherencia al estilo hebreo, sin sacrificar la elegancia de la lengua latina. El resultado es un verdadero monumento que ha marcado la historia cultural de Occidente, dando forma al lenguaje teológico. Superados algunos rechazos iniciales, la traducción de Jerónimo se convirtió inmediatamente en patrimonio común tanto de los eruditos como del pueblo cristiano, de ahí el nombre de Vulgata[41]. La Europa medieval aprendió a leer, orar y razonar en las páginas de la Biblia traducidas por Jerónimo. «La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie de “inmenso vocabulario” (P. Claudel) y de “Atlas iconográfico” (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos»[42]. La literatura, las artes e incluso el lenguaje popular se han inspirado constantemente en la versión jeronimiana de la Biblia, dejándonos tesoros de belleza y devoción.

En relación a este hecho indiscutible, el Concilio de Trento estableció el carácter «auténtico» de la Vulgata en el decreto Insuper, rindiendo homenaje al uso secular que la Iglesia había hecho de ella y certificando su valor como instrumento de estudio, predicación y discusión pública[43]. Sin embargo, no pretendía minimizar la importancia de las lenguas originales, como no dejaba de recordar Jerónimo, ni mucho menos prohibir nuevos trabajos de traducción integral en el futuro. San Pablo VI, asumiendo el mandato de los Padres del Concilio Vaticano II, quiso que la revisión de la traducción de la Vulgata se completara y se pusiera a disposición de toda la Iglesia. Así es como san Juan Pablo II, en la Constitución apostólica Scripturarum thesaurus[44], promulgó en 1979 la edición típica llamada Neovulgata.

La traducción como inculturación

Con su traducción, Jerónimo logró “inculturar” la Biblia en la lengua y la cultura latina, y esta obra se convirtió en un paradigma permanente para la acción misionera de la Iglesia. En efecto, «cuando una comunidad acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio»[45], y de este modo se establece una especie de circularidad: así como la traducción de Jerónimo está en deuda con la lengua y la cultura de los clásicos latinos, cuyas huellas son claramente visibles, así ella, con su lengua y su contenido simbólico y de imágenes, se ha convertido a su vez en un elemento creador de cultura.

El trabajo de traducción de Jerónimo nos enseña que los valores y las formas positivas de cada cultura representan un enriquecimiento para toda la Iglesia. Los diferentes modos en que la Palabra de Dios se anuncia, se comprende y se vive con cada nueva traducción enriquecen la Escritura misma, puesto que —según la conocida expresión de Gregorio Magno— crece con el lector[46], recibiendo a lo largo de los siglos nuevos acentos y nueva sonoridad. La inserción de la Biblia y del Evangelio en las diferentes culturas hace que la Iglesia se manifieste cada vez más como «sponsa ornata monilibus suis» (Is 61,10). Y atestigua, al mismo tiempo, que la Biblia necesita ser traducida constantemente a las categorías lingüísticas y mentales de cada cultura y de cada generación, incluso en la secularizada cultura global de nuestro tiempo[47].

Ha sido recordado, con razón, que es posible establecer una analogía entre la traducción, como acto de hospitalidad lingüística, y otras formas de hospitalidad[48]. Por eso, la traducción no es un trabajo que concierne únicamente al lenguaje, sino que corresponde, de hecho, a una decisión ética más amplia, que está relacionada con toda la visión de la vida. Sin traducción, las diferentes comunidades lingüísticas no podrían comunicarse entre sí; nosotros cerraríamos las puertas de la historia y negaríamos la posibilidad de construir una cultura del encuentro[49]. En efecto, sin traducción no hay hospitalidad y se fortalecen las acciones de hostilidad. El traductor es un constructor de puentes. ¡Cuántos juicios temerarios, cuántas condenas y conflictos surgen del hecho de ignorar el idioma de los demás y de no esforzarnos, con tenaz esperanza, en esta prueba infinita de amor que es la traducción!

Jerónimo también tuvo que oponerse al pensamiento dominante de su época. Si en los albores del imperio romano, el saber griego era relativamente común, en ese momento ya era una rareza. Sin embargo, llegó a ser uno de los mejores conocedores de la lengua y literatura griega cristiana y se embarcó solo en un viaje aún más arduo cuando se dedicó al estudio del hebreo. Como fue escrito, si «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo»[50], podemos decir que le debemos al poliglotismo de san Jerónimo una comprensión más universal del cristianismo y, al mismo tiempo, más acorde con sus fuentes.

Con la celebración del centenario de la muerte de san Jerónimo, nuestra mirada se vuelve hacia la extraordinaria vitalidad misionera expresada por la traducción de la Palabra de Dios a más de tres mil idiomas. Muchos son los misioneros a quienes debemos la preciosa labor de publicar gramáticas, diccionarios y otras herramientas lingüísticas que ofrecen las bases de la comunicación humana y son un vehículo del «sueño misionero de llegar a todos»[51]. Es necesario valorar todo este trabajo e invertir en él, contribuyendo a superar las fronteras de la incomunicabilidad y de la falta de encuentro. Todavía queda mucho por hacer. Como ha sido afirmado, no existe comprensión sin traducción[52]; no nos comprenderemos a nosotros mismos, ni a los demás. 

Jerónimo y la cátedra de Pedro

Jerónimo siempre tuvo una relación especial con la ciudad de Roma: Roma es el puerto espiritual al que regresó continuamente; en Roma se formó el humanista y se forjó el cristiano; él era homo romanus. Este vínculo se daba, de manera muy peculiar, en la lengua de la Urbe, el latín, del que fue maestro y conocedor, pero estuvo sobre todo vinculado a la Iglesia de Roma y, en especial, a la cátedra de Pedro. La tradición iconográfica, de manera anacrónica, lo representaba con la púrpura cardenalicia, para señalar su pertenencia al presbiterio de Roma junto al papa Dámaso. Fue en Roma donde comenzó la revisión de la traducción; e incluso cuando la envidia y la incomprensión lo obligaron a abandonar la ciudad, siempre permaneció fuertemente vinculado a la cátedra de Pedro.

Para Jerónimo, la Iglesia de Roma era el terreno fértil donde la semilla de Cristo da fruto abundante[53]. En una época agitada, en la que la túnica inconsútil de la Iglesia se veía a menudo desgarrada por las divisiones entre los cristianos, Jerónimo consideraba la cátedra de Pedro como un punto de referencia seguro: «Yo, que no sigo más primacía que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro. Sé que la Iglesia está edificada sobre esa roca». En medio de las disputas contra los arrianos, escribió a Dámaso: «Quien no recoge contigo, desparrama; es decir, el que no es de Cristo es del anticristo»[54]. Por eso podía afirmar también: «El que se adhiera a la cátedra de Pedro es mío»[55]

Jerónimo a menudo se vio involucrado en discusiones ásperas a causa de la fe. Su amor por la verdad y la ardiente defensa de Cristo quizá lo llevaron a exagerar la violencia verbal en sus cartas y escritos. Sin embargo, vivía orientado a la paz: «También nosotros queremos la paz, y no sólo la queremos, sino que la pedimos suplicantes. Pero la paz de Cristo, la paz verdadera, una paz sin enemistades, una paz que no lleve escondida la guerra, una paz que no esclavice a los adversarios, sino que los una como amigos»[56].

Nuestro mundo necesita más que nunca la medicina de la misericordia y la comunión. Permítanme repetir una vez más: Demos un testimonio de comunión fraterna que sea atractivo y luminoso[57]. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que pidió intensamente Jesús con su oración al Padre: «Para que todos sean uno […] en nosotros, para que el mundo crea» (Jn 17,21).

Amar lo que Jerónimo amó 

Como conclusión de esta Carta, quisiera hacer un nuevo llamamiento a todos. Entre los muchos elogios que la posteridad le rinde a san Jerónimo está el de no ser considerado solamente uno de los más grandes estudiosos de la “biblioteca” de la que el cristianismo se nutre a lo largo del tiempo, comenzando por el tesoro de las Sagradas Escrituras; sino que también se le puede aplicar lo que él mismo escribió sobre Nepociano: «Por la asidua lectura y la meditación prolongada, había hecho de su corazón una biblioteca de Cristo»[58]. Jerónimo no escatimó esfuerzos para enriquecer su biblioteca, en la que siempre vio un laboratorio indispensable para la comprensión de la fe y la vida espiritual; y en esto constituye un maravilloso ejemplo también para el presente. Pero, además, fue más lejos. Para él, el estudio no se limitaba a sus primeros años juveniles de formación, sino que era un compromiso constante, una prioridad de todos los días de su vida. En definitiva, podemos decir que asimiló toda una biblioteca y se convirtió en dispensador de conocimiento para muchos otros. Postumiano, que en el siglo IV viajó a Oriente para descubrir los movimientos monásticos, fue testigo ocular del estilo de vida de Jerónimo, con quien permaneció unos meses, y lo describió de la siguiente manera: «Él es todo en la lectura, todo en los libros; no descansa ni de día ni de noche; siempre lee o escribe algo»[59].

En este sentido, a menudo pienso en la experiencia que puede tener un joven hoy al entrar en una librería de su ciudad, o en una página de internet, y buscar el sector de libros religiosos. Es un espacio que, cuando existe, en la mayoría de los casos no sólo es marginal, sino carente de obras sustanciales. Al examinar esos estantes, o esas páginas en la red, es difícil para un joven comprender cómo la investigación religiosa pueda ser una aventura emocionante que une pensamiento y corazón; cómo la sed de Dios haya encendido grandes mentes a lo largo de los siglos hasta hoy; cómo la maduración de la vida espiritual haya contagiado a teólogos y filósofos, artistas y poetas, historiadores y científicos. Uno de los problemas actuales, no sólo de religión, es el analfabetismo: escasean las competencias hermenéuticas que nos hagan intérpretes y traductores creíbles de nuestra propia tradición cultural. Deseo lanzar un desafío, de modo particular, a los jóvenes: Vayan en busca de su herencia. El cristianismo los convierte en herederos de un patrimonio cultural insuperable del que deben tomar posesión. Apasiónense de esta historia, que es de ustedes. Atrévanse a fijar la mirada en Jerónimo, ese joven inquieto que, como el personaje de la parábola de Jesús, vendió todo lo que tenía para comprar «la perla de gran valor» (Mt 13,46).

Verdaderamente, Jerónimo es la «biblioteca de Cristo», una biblioteca perenne que dieciséis siglos después sigue enseñándonos lo que significa el amor de Cristo, un amor que no se puede separar del encuentro con su Palabra. Por esta razón, el centenario actual representa una llamada a amar lo que Jerónimo amó, redescubriendo sus escritos y dejándonos tocar por el impacto de una espiritualidad que puede describirse, en su núcleo más vital, como el deseo inquieto y apasionado de un conocimiento más profundo del Dios de la Revelación. ¿Cómo no escuchar, en nuestros días, lo que Jerónimo exhortaba incesantemente a sus contemporáneos: «Lee muy a menudo las Divinas Escrituras, o mejor, nunca el texto sagrado se te caiga de las manos»?[60].

Un ejemplo luminoso es la Virgen María, evocada por Jerónimo sobre todo como madre virginal, pero también en su actitud de lectora orante de la Escritura. María meditaba en su corazón (cf. Lc 2,19.51) porque «era santa y había leído las Sagradas Escrituras, conocía a los profetas y recordaba lo que el ángel Gabriel le había anunciado y lo que se le había augurado por boca de los profetas. […] Veía a Aquel recién nacido, que era su Hijo, su único Hijo, acostado y dando vagidos, en ese pesebre, pero a quien en realidad estaba viendo allí acostado era al Hijo de Dios; y lo que ella estaba viendo andaba comparándolo con cuanto había oído y leído»[61]. Encomendémonos a ella, que mejor que nadie puede enseñarnos a leer, meditar, rezar y contemplar a Dios, que se hace presente en nuestra vida sin cansarse jamás.

Roma, San Juan de Letrán, 30 de septiembre, memoria de san Jerónimo, del año 2020, octavo de mi pontificado.

Francisco

 

[1] «Deus qui beato Hieronymo presbitero suavem et vivum Scripturae Sacrae affectum tribuisti, da, ut populus tuus verbo tuo uberius alatur et in eo fontem vitae inveniet» (Collecta Missae Sancti Hieronymi, Missale Romanum, editio typica tertia, Civitas Vaticana 2002). Traducción en lengua española: «Oh, Dios, que concediste al presbítero san Jerónimo un amor suave y vivo a la Sagrada Escritura, haz que tu pueblo se alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en ella la fuente de la vida» (Oración colecta Memoria litúrgica de san Jerónimo, Misal Romano, Madrid 2017)

[2] Epistula (en adelante: Ep.) 22, 30: CSEL 54, 190.

[3] AAS 12 (1920), 385-423.

[4] Cf. Audiencias Generales 7 y 14 noviembre 2007: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (9 noviembre 2007), p. 12; ibíd. (16 noviembre 2007), p. 16.

[5] Sínodo de los Obispos, Mensaje al Pueblo de Dios de la XII Asamblea general ordinaria (24 octubre 2008).

[6] Cf. AAS 102 (2010), 681-787. 

[7] Chronicum 374: PL 27, 697-698.

[8] Ep. 125, 12: CSEL 56, 131.

[9] Cf. Ep. 122, 3: CSEL 56, 63.

[10] Cf. Homilía en la Santa MisaDomus Sanctae Marthae (10 diciembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (18 diciembre 2015), p. 13. La anécdota se encuentra en A. Louf, Sotto la guida dello Spirito, Qiqaion, Magnano (BI) 1990, 154-155.

[11] Cf. Ep. 125, 12: CSEL 56, 131.

[12] Cf. VD, 89: AAS 102 (2010), 761-762.

[13] Cf. Ep. 125, 9.15.19: CSEL 56, 128.133-134.139.

[14] Vita Malchi monachi captivi 7, 3: PL 23, 59-60; S. Jerónimo, Vidas de tres monjes: Obras completas, edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 631. 

[15] Praef. Esther 2: PL 28, 1505.

[16] Cf. Ep. 108, 26: CSEL 55, 344-345.

[17] Ep. 52, 8: CSEL 54, 428-429; cf. VD, 60: AAS 102 (2010), 739.

[18] Praef. Paralipomenon LXX 1.10-15: SCh 592, 340.

[19] Praef. in PentateuchumPL 28, 184.

[20] Ep. 80, 3: CSEL 55, 105.

[21] Mensaje con motivo de la XXIV solemne Sesión pública de las Academias Pontificias (4 diciembre 2019): L’Osservatore Romano (6 diciembre 2019), p. 8.

[22] VD, 30: AAS 102 (2010), 709.

[23] Ep. 125, 15.2: CSEL 56, 133.120.

[24] Ep. 3, 6: CSEL 54, 18.

[25] Cf. Praef. Josue 1, 9-12: SCh 592, 316.

[26] Homilia in Psalmum 95PL 26, 1181; cf. S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 359.

[27] Cf. Vita S. Pauli primi eremitae, 16, 2: PL 23, 28; S. Jerónimo, Vida de tres monjes: Obras completas, edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 615.

[28] Cf. In Isaiam Prol.: PL 24, 17. S. Jerónimo, Comentario a Isaías (Libros I-XII): Obras completas, edición bilingüe, vol. VIa, ed. BAC, Madrid 2007, 5. 

[29] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 14.

[30] Cf. ibíd.

[31] Cf. ibíd., 7.

[32] Cf. Ep. 53, 5CSEL 54, 451; S. Jerónimo, Epistolario I (Cartas 1-85): Obras completas, edición bilingüe, vol. Xa, ed. BAC, Madrid 2013, 505. 

[33] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 12.

[34] Ibíd., 24.

[35] Cf. ibíd., 25.

[36] Cf. ibíd., 21.

[37] N. 56; cf. In Psalmum 147: CCL 78, 337-338; S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 635-636.

[38] Cf. Carta. ap. en forma de Motu Proprio Aperuit illis (30 septiembre 2019).

[39] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 152.175: AAS 105 (2013), 1083-1084.1093.

[40] Cf. Ep. 52,3: CSEL 54, 417.

[41] Cf. VD, 72: AAS 102 (2010), 746-747.

[42] S. Juan Pablo II, Carta a los artistas (4 abril 1999), 5: AAS 91 (1999), 1159-1160.

[43] Cf. Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, 1506.

[44] (25 abril 1979): AAS 71 (1979), 557-559.

[45] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 116: AAS 105 (2013), 1068.

[46] Homilia in Ezech. I, 7: PL 76, 843D.

[47] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 116: AAS 105 (2013), 1068.

[48] Cf. P. Ricœur, Sur la traduction, Bayard, París 2004.

[49] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24: AAS 105 (2013), 1029-1030.

[50] L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 5.6. 

[51] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 31: AAS 105 (2013), 1033.

[52] Cf. G. Steiner, After Babel. Aspects of language and translation, Oxford University Press, Nueva York 1975.

[53] Cf. Ep. 15, 1: CSEL 54, 63.

[54] Ibíd., 15, 2: CSEL 54, 62-64.

[55] Ibíd., 16, 2: CSEL 54, 69.

[56] Ibíd., 82, 2: CSEL 55, 109.

[57]Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 99: AAS 105 (2013), 1061.

[58] Ep. 60, 10: CSEL 54, 561.

[59] Sulpicius Severus, Dialogus I, 9, 5: SCh 510, 136-138.

[60] Ep. 52, 7: CSEL 54, 426.

[61] Homilia de nativitate Domini IV: PLSuppl. 2, 191; S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 961.